Juanelo les sonrió a todos en la oficina. "A mí no me va a agarrar ningún monstruo de las plantas", dijo entornando los ojos. Por la rendija de la puerta entreabierta, una pequeña mano de Eolo apagó las velas en el escritorio. Era media noche. Todos estábamos asustados. Cuando gritamos su nombre, nadie respondió. Un olor a verde y una frescura que hinchaba el pecho como único preludio. El fin.
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1979. Durango. Uno de los mayores exponentes de nada en especial. El jugador más importante en su entorno inmediato. Detractor acérrimo y amante ingenuo de la existencia.