Ventanilla.


Una mano inmensa, apocalíptica, que da vuelta a una hoja que es más bien un desierto que no termina: blanco, hiriente a los ojos. Es subirse a un autobús con la certeza de que llegando hay algo bueno también, por más que duela la despedida de los que se quedaron en la estación. Se repasan los renglones leídos en el capítulo anterior, se hace un resumen, se sonríe o se frunce el entrecejo ante el recuerdo de tal o cual broma, ante el piquetito en el corazón de tal o cual dolor. Hay suspiros, claro. Siempre se debe suspirar ante el recuerdo del tiempo pasado entre tormentas y días claros y apenas húmedos. El camino comienza a deslizarse por las ventanillas, el pasillo es oscuro y silencioso, apenas turbado de vez en cuando por la voz baja de algún pasajero insomne, o el ronquido del que duerme bien en cualquier parte. El autobús semeja un templo. La carretera, rauda y llena de árboles, vacas, postes de luz, un fuego lejano en alguna montaña, los destinos distintos de mil personas distintas, es mi reflejo perfecto.
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1979. Durango. Uno de los mayores exponentes de nada en especial. El jugador más importante en su entorno inmediato. Detractor acérrimo y amante ingenuo de la existencia.