Primera Baja.


Me gustaría comenzar a escribir un diario. Un registro, pero no de cada día, sino de cada momento significativo. De cada imagen, cada frase, cada pensamiento que se queda marcado en la mente. Como un estante con juguetes, postales, espejos. Con todo lo que llegó en el momento preciso, justo entre los ojos, o a través de ellos, o por las orejas o las manos o los pies o solo, como una hoja flotando, aterrizando sobre el cerebro.
Lo digo porque me molesta tener todas estas experiencias, todos estos regalos de la vida, todas estas magníficas estampas del segundo, de la vida corriendo, y no poder guardarlos como en un relicario o debajo de un capelo en la sala de un museo o galería.

Es mi problema con el arte o con lo que trato de producir con dicha etiqueta. Esta imposibilidad de congelar lo que considero es lo más esencial; la poesía, digamos, que llega y nos besa furtivamente, en medio de las más caóticas peleas internas sobre el significado del arte y el amor y la poesía; nos despierta del letargo de estar mirándonos el trasero, nos golpea con algo como una pequeña flor o una nube o una frase en una película, y luego se va y nos deja en la más inhóspita orfandad.

Es irritante porque lo deja a uno con la duda de si es el artista el que produce el arte o si el artista es sólo un buen cachador de poesía. Alguien con un guantezote que vive con la mirada en el cielo, esperando. Y es irritante porque uno queda con muchas dudas sobre si se es realmente un buen jardín central, si el guante de uno tiene las medidas adecuadas, si estamos en el juego correcto.

Por otro lado, habrá que ver si ese pequeño estante no es despreciable como objeto artístico. Si cumple con los cánones estéticos vigentes, si al final no queda como los sueños transcritos al papel: una copia deslavada y simple de lo que, acá, con los receptores adecuados, parecía el huesito del aguacate de la vida en términos de placer estético.

Porque se puede registrar una mínima parte, o tener esa impresión. Pensar que se cuenta con un archivo interno de sonidos, tonalidades de luz, ideas o pedazos de ideas. Pero al final no es más que una especie de caja de herramientas, o una paleta preparada con bonitos colores o un piano ya hecho y enterito con sus nueve octavas y las teclas negras y blancas en el lugar preciso, esperando como los ojos cerrados del Oráculo de la tierra de Fantasía. Esperando al pequeño iluso de barbita y café y tinto y cigarrito, al muchacho que dice que escribe, para fulminarlo con la simple y sencilla negación de la coherencia. Es decir, que nuestra caja de crayones mágicos se nos derrite en las manos por no saber combinar los tonos, y se nos queda en eso, en una cajita de crayones mágicos encerrada en el cerebro desaseado.

Sin embargo, no hay razón para deprimirse, más allá de la propensión personal a la bipolaridad aprehensiva. Hay otro lado, más ligero, del asunto. La contraparte es que, aun cuando no hayamos podido crear nuestra pequeña y propia serenata diurna con el piano del extracto de esencia de vida, está todavía el consuelo de saber que ese piano existe, que somos los afortunados receptores del regalito divino. Que no es necesario que nos volvamos creadores o transformadores o transcriptores si no lo deseamos, porque ya se nos ha dado el digno y muy disfrutable papel de público. Aunque para esto es necesario no tomarse tan en serio el arte, no tomarse tan en serio el concepto de uno mismo, no tomarse tan en serio el jueguito de ser alguien, tener un bigote y un saco de pana respetables, y para eso habría que abolir algo, o no abolir nada y salir y dejarse de cosas, caminar, ser una vasija vacía, dejar la manía de andar manoseando todo para convertirlo a nuestra imagen y semejanza.

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1979. Durango. Uno de los mayores exponentes de nada en especial. El jugador más importante en su entorno inmediato. Detractor acérrimo y amante ingenuo de la existencia.